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lunes, 16 de abril de 2012
El Odio nos hace muy peligrosos
Continuamente nos enfrentamos a historias de odio. Aún hoy es difícil de entender cómo el nazismo pudo generar un sentir antisemita tan profundo, que arrastró a la muerte a 6 millones de judíos… entre ellos bebés y niños que nunca dañaron a nadie. Pero las historias de odio permanecen y siguen generando gran dolor, como el causado recientemente por el asesinato en Francia de 3 niños y su profesor o el generado por los progenitores que cada año matan a sus hijos por rencor hacia sus exparejas.
Pero ¿qué sabemos de este sentimiento? ¿Forma parte de la naturaleza humana? ¿Es posible controlarlo?
De lo que no cabe duda es que es una emoción muy negativa, poderosa y altamente peligrosa.
Numerosas investigaciones provenientes de la psicología social y clínica explican por qué. El odio posee gran capacidad de aprendizaje y de contagio. Es fácil de activar y muy difícil de controlar. Nos hace vulnerables y sobre todo muy manipulables, lo que puede transformarnos en seres dañinos y sin escrúpulos.
Pero hay otro odio que no surge del contagio sino del desamor, desencanto o frustración. Con frecuencia va dirigido a personas a las que antes se quería o admiraba: un jefe, un amor, un amigo. Este odio también es peligroso. Pero ¿Cómo se puede odiar a quien tanto se ha querido o admirado?
Estudios en clínica establecen que el amor, la admiración o la amistad provocan emociones muy intensas. Al ser dañados o traicionados por quien las genera, estos sentimientos necesitan sustituirse por otros igual de potentes para no hundirnos.Estos sentimientos necesitan sustituirse por otros igual de potentes para no hundirnos El odio es para muchos una forma de sobrevivir. Produce energía suficiente para compensar el dolor y seguir viviendo.
También las neurociencias han obtenido resultados que ayudan a comprender mejor por qué es tan fácil pasar del amor al odio. Destaca la investigación realizada recientemente en el Laboratorio de Neurobiología del University College de Londres.
En ella se han analizado las bases biológicas del odio. Gracias a los hallazgos de este equipo, hoy entendemos mucho mejor qué pasa en el cerebro de las personas que odian.
Los resultados de esta investigación han logrado demostrar cómo desde un punto de vista biológico, el odio es un sentimiento muy complejo que activa numerosas áreas cerebrales.
Pero también descubrieron algo inesperado. Que muchas regiones que se activan cuando se odia son las mismas que cuando se está enamorado. Siempre hemos sabido que existe una línea muy estrecha entre el odio y el amor aunque no siempre hemos comprendido bien por qué. Gracias a este estudio sabemos al fin que ambas pasiones comparten más semejanzas que ninguna otra emoción.
El circuito cerebral del odio, muy eficaz para hacer daño
En un principio, el circuito del odio y el amor implica áreas cerebrales que hacen que ambas tengan un componente irracional y a veces incluso agresivo. Sin embargo, más tarde ambas emociones toman caminos muy diferentes. El sentimiento amoroso inhibe muchas zonas del cerebro destinadas al procesamiento racional. Este descubrimiento explica por qué el amor nubla el entendimiento o impide ver al ser amado tal cual es.
El odio, por el contrario, activa zonas de la corteza frontal que se inhiben en el amor y permiten a la persona que odia Las regiones cerebrales que se activan cuando se odia son las mismas que cuando se está enamoradoser altamente eficaz a la hora de calcular acciones destinadas a dañar a la persona odiada; planificar conductas de agresión; evaluar, predecir, anticipar las reacciones de los demás o encubrirse a sí mismo.
Los resultados de este estudio son de gran interés. Demuestran que los individuos que odian son mucho más peligrosos de lo que se creía. Explica por qué parecen a veces tan inteligentes y por qué sus acciones son tan efectivas. Además demuestran algo importante: son muy conscientes de los actos que realizan contra la persona odiada.
También presentan pruebas de por qué el odio puede provocar tanto mal y por qué fomentarlo puede llegar a producir consecuencias graves.
Pero lo cierto es que a pesar de conocer sobradamente sus consecuencias hoy el odio sigue alentándose. A veces de manera sutil. Odio es la palabra que mejor define el sentir de ciertos islamistas radicales por occidente o el de algunos hinchas por el equipo contrario o el de habitantes de unos territorios por otros… En la moral de los líderes se encuentra la clave.
Lo que todos los estudios coinciden en afirmar es que el odio es un sentir patológico y con consecuencias graves para aquel que lo siente y para aquellos a los que éste va dirigido.
Sin embargo, no siempre es fácil reconocer a personas con emociones tan dañinas, dado que el odio favorece el desarrollo de capacidades para encubrir esa emoción. Pero también porque los que odian poseen mecanismos aún no suficientemente estudiados, que les permite llevar una vida normalizada cuando conviven con esa parte de la humanidad a la que no odian.
El museo del holocausto de EEUU en Washington contiene un álbum con fotos perteneciente a Karl Höcker, mano derecha El odio favorece el desarrollo de capacidades que lo encubrendel jefe del campo de Auschwitz. En ellas se muestra la vida alegre y distendida de varios nazis tras una dura jornada de trabajo exterminando judíos.
Lo más terrible de encajar es que esas imágenes muestran personas “aparentemente normales, amigables, incluso bondadosas”. Nada en sus rostros muestra maldad esperada en seres que horas antes mataban despiadadamente. Quizás sea verdad. El daño generado por los que odian, no les impide gozar de otra vida llena amor, amistad o alegría. Qué paradoja. Es una lástima que muchas víctimas del odio no puedan decir lo mismo.
sábado, 7 de abril de 2012
Destinado al infierno: Mario Vargas LLOsa
Una temporada en el infierno
Domingo, 25 de marzo de 2012 | 5:00 am
54
Cuando termino de dar una conferencia me ocurre a veces ser asaltado por personas que me entregan papelitos, cartas, regalos, libros que se me van desparramando y voy perdiendo por el camino hasta el automóvil salvador. Pero esta vez, no sé por qué, retuve uno de los libros que me alcanzaron, y, ya en el hotel, comencé a hojearlo mientras me venía el sueño.
Cinco horas después, cuando ya asomaba por la ventana el amanecer, terminé de leerlo. Estaba descompuesto, triste, desalentado y con la cabeza revuelta con recuerdos de un texto de Rimbaud que había sido uno de mis libritos de cabecera en mi juventud, uno de los primeros que pude leer en francés: Une saison en enfer.
El libro que me tuvo en vilo y desvelado toda una noche se titula Diario de vida y muerte y es, en efecto, un diario que llevó, a lo largo de tres años y medio –1988-1991–, Carlos Flores Lizana, entonces un joven jesuita. Había hecho su noviciado en México y fue destinado a Ayacucho cuando este departamento de los Andes peruanos vivía el infierno, devastado por la guerra que libraban el terrorismo de Sendero Luminoso y las fuerzas militares y policiales contrasubversivas.
El horror de esa experiencia está documentado con lujo de detalles en los doce volúmenes de testimonios recogidos por la Comisión de la Verdad que presidió el filósofo Salomón Lerner. Pero todo informe, por más riguroso que sea, mantiene siempre un distanciamiento verbal y conceptual con aquello que refiere, y algo o mucho de lo vivido se eclipsa en su esfuerzo de reconstrucción histórica de los hechos.
El diario de Flores Lizana nos sumerge de lleno, y sin escapatoria, en una violencia enloquecida, vertiginosa, indescriptible, que él fue descubriendo y viviendo cada día y cada noche en esa temporada de casi cuatro años que pasó en el infierno ayacuchano.
El joven jesuita llegó allí sin sospechar lo que lo esperaba. Venía lleno de ilusiones y de empeño a realizar una tarea que él creía sería pastoral y espiritual, y de pronto se vio rodeado por doquier de un salvajismo homicida que llenaba las calles de Ayacucho, de Huanta, y hasta de las más diminutas aldeas, de cadáveres, de torturados, de fantasmas de desaparecidos, y de familias enteras paralizadas por el espanto, la miseria y la impotencia.
El diario lo escribía en las noches, al correr de la pluma, sin pretensión literaria alguna, volcando los menudos o grandes incidentes de la jornada, y sus propias vacilaciones y angustias, y, a veces, transcribiendo cosas que oía o que le decían, como aquella frase de esa campesina que, le aseguró, el miedo que se padecía en su pago era tan grande que “hasta los perros se esconden y los pajaritos huyen. ¿Será esto el fin del mundo?”.
Si alguna vez llega, ese fin del mundo no podrá ser peor que el indecible calvario vivido por el pueblo de Ayacucho en esos años finales de los ochenta y comienzos de los noventa que el diario de Flores Lizana hace revivir al lector contagiándole unos recuerdos impregnados de estupor, compasión y locura. Terroristas y fuerzas del orden parecen empeñados en demostrar que no hay límites para el sadismo, que siempre se puede superar al adversario en ferocidad a la hora de ejercer la crueldad. Comandos de aniquilamiento senderistas ocupan un pueblo y castigan a los “ricos” (el boticario y el almacenero, por ejemplo) obligando a la población a lapidarlos hasta la muerte. A la esposa y a los dos hijos pequeñitos de un “soplón” los exterminan también a pedradas.
La jefa del comando asesino es una estudiante de 17 años. Policías y soldados violan sistemáticamente a las mujeres de las casas que registran –niñas impúberes, mujeres adultas, ancianas– y saquean tiendas, chacras y despensas. Cadáveres decapitados, miembros mutilados, aparecen a diario en los basurales. Los alaridos de los torturados estremecen no sólo las noches, también las mañanas y las tardes de Ayacucho.
La ciudad vive recorrida por rumores, amenazas y profecías apocalípticas y en el pánico cerval que es el aire que todos respiran la credulidad de la gente se traga los embustes y disparates más extravagantes. La razón desaparece, sepultada por una irracionalidad primitiva. Porque, aquí, la anormalidad es lo normal, la vida cotidiana. El diario transmite monótonamente la angustia de los padres al ver partir a sus hijos a la escuela o a la universidad, pues no saben si volverán a verlos, ya que podrían ser secuestrados, tal vez por los “terrucos”, tal vez por los propios soldados, y nunca más volverán a saber de ellos. Los niños y jóvenes desaparecen no por decenas sino por centenares y hasta millares.
Las páginas más desgarradoras de este libro son las gestiones –heroicas pero inútiles– del puñadito de sacerdotes y de monjas que, con Flores Lizana, se atreven a ir a las comisarías o al cuartel “Los Cabitos” y al de Huanta acompañando a las familias a averiguar el paradero de sus desaparecidos, sólo para enfrentarse a la prepotencia, a la matonería y a las amenazas de la autoridad.
Una tarde, le vienen a decir que su nombre figura en una lista de personas que las fuerzas paramilitares van a eliminar esa misma noche por sospechosas de ayudar a la subversión. En esa interminable noche, a la luz de una vela, Flores Lizana pasa revista a su vida, reconoce que lo que ve y padece le ha llegado a producir “una crisis de la fe en la Iglesia Católica” y se pregunta, desgarrado, “¿por qué los obispos se portaron como lo hicieron y por qué no defendieron la vida como lo esperaban las víctimas y muchos de los agentes pastorales de su tiempo?”. La respuesta es muy simple: porque la primera prioridad de esos jerarcas eclesiásticos era acabar con la Teología de la Liberación, aunque ello significara mirar al otro lado “cuando se cometían estos crímenes sin nombre contra los campesinos y los detenidos desaparecidos”.
En los diarios de Flores Lizana no hay ni el más mínimo indicio de simpatía por la demencia ideológica y los espantosos crímenes que cometía Sendero Luminoso. Todo lo contrario: su testimonio abunda en acusaciones constantes a las atrocidades de los senderistas. Pero su indignación y su protesta son idénticas contra quienes, en su lucha contra el terrorismo, perpetraron también matanzas y torturas escalofriantes.
Su libro me ha conmovido mucho por su dolida humanidad, porque demuestra que, en contra de lo que le dice todo lo que ve a su rededor, es posible ser generoso, comprensivo, solidario y decente en medio de ese desplome sanguinario de todos los valores y sentimientos, cuando el instinto de muerte y destrucción se habían adueñado de la sierra peruana.
Su testimonio resucitó en mi memoria aquel breve pero terrible texto, Une saison en enfer, que escribió Rimbaud en 1873, después de recibir el balazo de Verlaine, imaginando, en prosas y versos alucinatorios, un mundo bestializado y pesadillesco, conquistado por el mal, un mundo de delirio y crueldades vertiginosas, de deseos despavoridos en libertad y de imágenes incandescentes. Fue el último texto que escribió este joven de belleza luciferina de apenas diecinueve años. El infierno que imaginó en su hermoso testamento era sólo literario y anunciaba el surrealismo y sus tumultos. El infierno de verdad iría a vivirlo después, en sus vagabundeos miserables de varios años por Adén y Abisinia traficando con metales, armas y acaso esclavos, asqueado de la literatura. A diferencia de Flores Lizana, Rimbaud no dejó testimonio alguno de esa aventura infernal. Pero es seguro que no pudo ser nunca peor que la que vivió en Ayacucho este humilde religioso que pasó por el infierno y sobrevivió para contarlo.
Domingo, 25 de marzo de 2012 | 5:00 am
54
Cuando termino de dar una conferencia me ocurre a veces ser asaltado por personas que me entregan papelitos, cartas, regalos, libros que se me van desparramando y voy perdiendo por el camino hasta el automóvil salvador. Pero esta vez, no sé por qué, retuve uno de los libros que me alcanzaron, y, ya en el hotel, comencé a hojearlo mientras me venía el sueño.
Cinco horas después, cuando ya asomaba por la ventana el amanecer, terminé de leerlo. Estaba descompuesto, triste, desalentado y con la cabeza revuelta con recuerdos de un texto de Rimbaud que había sido uno de mis libritos de cabecera en mi juventud, uno de los primeros que pude leer en francés: Une saison en enfer.
El libro que me tuvo en vilo y desvelado toda una noche se titula Diario de vida y muerte y es, en efecto, un diario que llevó, a lo largo de tres años y medio –1988-1991–, Carlos Flores Lizana, entonces un joven jesuita. Había hecho su noviciado en México y fue destinado a Ayacucho cuando este departamento de los Andes peruanos vivía el infierno, devastado por la guerra que libraban el terrorismo de Sendero Luminoso y las fuerzas militares y policiales contrasubversivas.
El horror de esa experiencia está documentado con lujo de detalles en los doce volúmenes de testimonios recogidos por la Comisión de la Verdad que presidió el filósofo Salomón Lerner. Pero todo informe, por más riguroso que sea, mantiene siempre un distanciamiento verbal y conceptual con aquello que refiere, y algo o mucho de lo vivido se eclipsa en su esfuerzo de reconstrucción histórica de los hechos.
El diario de Flores Lizana nos sumerge de lleno, y sin escapatoria, en una violencia enloquecida, vertiginosa, indescriptible, que él fue descubriendo y viviendo cada día y cada noche en esa temporada de casi cuatro años que pasó en el infierno ayacuchano.
El joven jesuita llegó allí sin sospechar lo que lo esperaba. Venía lleno de ilusiones y de empeño a realizar una tarea que él creía sería pastoral y espiritual, y de pronto se vio rodeado por doquier de un salvajismo homicida que llenaba las calles de Ayacucho, de Huanta, y hasta de las más diminutas aldeas, de cadáveres, de torturados, de fantasmas de desaparecidos, y de familias enteras paralizadas por el espanto, la miseria y la impotencia.
El diario lo escribía en las noches, al correr de la pluma, sin pretensión literaria alguna, volcando los menudos o grandes incidentes de la jornada, y sus propias vacilaciones y angustias, y, a veces, transcribiendo cosas que oía o que le decían, como aquella frase de esa campesina que, le aseguró, el miedo que se padecía en su pago era tan grande que “hasta los perros se esconden y los pajaritos huyen. ¿Será esto el fin del mundo?”.
Si alguna vez llega, ese fin del mundo no podrá ser peor que el indecible calvario vivido por el pueblo de Ayacucho en esos años finales de los ochenta y comienzos de los noventa que el diario de Flores Lizana hace revivir al lector contagiándole unos recuerdos impregnados de estupor, compasión y locura. Terroristas y fuerzas del orden parecen empeñados en demostrar que no hay límites para el sadismo, que siempre se puede superar al adversario en ferocidad a la hora de ejercer la crueldad. Comandos de aniquilamiento senderistas ocupan un pueblo y castigan a los “ricos” (el boticario y el almacenero, por ejemplo) obligando a la población a lapidarlos hasta la muerte. A la esposa y a los dos hijos pequeñitos de un “soplón” los exterminan también a pedradas.
La jefa del comando asesino es una estudiante de 17 años. Policías y soldados violan sistemáticamente a las mujeres de las casas que registran –niñas impúberes, mujeres adultas, ancianas– y saquean tiendas, chacras y despensas. Cadáveres decapitados, miembros mutilados, aparecen a diario en los basurales. Los alaridos de los torturados estremecen no sólo las noches, también las mañanas y las tardes de Ayacucho.
La ciudad vive recorrida por rumores, amenazas y profecías apocalípticas y en el pánico cerval que es el aire que todos respiran la credulidad de la gente se traga los embustes y disparates más extravagantes. La razón desaparece, sepultada por una irracionalidad primitiva. Porque, aquí, la anormalidad es lo normal, la vida cotidiana. El diario transmite monótonamente la angustia de los padres al ver partir a sus hijos a la escuela o a la universidad, pues no saben si volverán a verlos, ya que podrían ser secuestrados, tal vez por los “terrucos”, tal vez por los propios soldados, y nunca más volverán a saber de ellos. Los niños y jóvenes desaparecen no por decenas sino por centenares y hasta millares.
Las páginas más desgarradoras de este libro son las gestiones –heroicas pero inútiles– del puñadito de sacerdotes y de monjas que, con Flores Lizana, se atreven a ir a las comisarías o al cuartel “Los Cabitos” y al de Huanta acompañando a las familias a averiguar el paradero de sus desaparecidos, sólo para enfrentarse a la prepotencia, a la matonería y a las amenazas de la autoridad.
Una tarde, le vienen a decir que su nombre figura en una lista de personas que las fuerzas paramilitares van a eliminar esa misma noche por sospechosas de ayudar a la subversión. En esa interminable noche, a la luz de una vela, Flores Lizana pasa revista a su vida, reconoce que lo que ve y padece le ha llegado a producir “una crisis de la fe en la Iglesia Católica” y se pregunta, desgarrado, “¿por qué los obispos se portaron como lo hicieron y por qué no defendieron la vida como lo esperaban las víctimas y muchos de los agentes pastorales de su tiempo?”. La respuesta es muy simple: porque la primera prioridad de esos jerarcas eclesiásticos era acabar con la Teología de la Liberación, aunque ello significara mirar al otro lado “cuando se cometían estos crímenes sin nombre contra los campesinos y los detenidos desaparecidos”.
En los diarios de Flores Lizana no hay ni el más mínimo indicio de simpatía por la demencia ideológica y los espantosos crímenes que cometía Sendero Luminoso. Todo lo contrario: su testimonio abunda en acusaciones constantes a las atrocidades de los senderistas. Pero su indignación y su protesta son idénticas contra quienes, en su lucha contra el terrorismo, perpetraron también matanzas y torturas escalofriantes.
Su libro me ha conmovido mucho por su dolida humanidad, porque demuestra que, en contra de lo que le dice todo lo que ve a su rededor, es posible ser generoso, comprensivo, solidario y decente en medio de ese desplome sanguinario de todos los valores y sentimientos, cuando el instinto de muerte y destrucción se habían adueñado de la sierra peruana.
Su testimonio resucitó en mi memoria aquel breve pero terrible texto, Une saison en enfer, que escribió Rimbaud en 1873, después de recibir el balazo de Verlaine, imaginando, en prosas y versos alucinatorios, un mundo bestializado y pesadillesco, conquistado por el mal, un mundo de delirio y crueldades vertiginosas, de deseos despavoridos en libertad y de imágenes incandescentes. Fue el último texto que escribió este joven de belleza luciferina de apenas diecinueve años. El infierno que imaginó en su hermoso testamento era sólo literario y anunciaba el surrealismo y sus tumultos. El infierno de verdad iría a vivirlo después, en sus vagabundeos miserables de varios años por Adén y Abisinia traficando con metales, armas y acaso esclavos, asqueado de la literatura. A diferencia de Flores Lizana, Rimbaud no dejó testimonio alguno de esa aventura infernal. Pero es seguro que no pudo ser nunca peor que la que vivió en Ayacucho este humilde religioso que pasó por el infierno y sobrevivió para contarlo.
Los Soldados de Hitler
Imagen de la ejecución de rehenes por la Wehrmacht / AP
“Me lo cargaba todo: autobuses en las calles, trenes de civiles. Teníamos órdenes de machacar las ciudades. Yo disparaba contra todos y cada uno de los ciclistas”. Así se despachaba el suboficial Fischer, piloto derribado de un caza Messerschmitt 109 en mayo de 1942 en una conversación con un colega en un centro de internamiento de prisioneros británico sin saber que estaba siendo oído por sus captores. “Hicimos algo muy bonito con el Heinkel 112”, explicaba otro aviador a un camarada en las mismas circunstancias y en tono jocoso. “Le instalamos un cañón delante. Luego volábamos sobre las calles a baja altura y cuando nos cruzábamos con coches encendíamos las luces y ellos se pensaban que tenían delante otro coche. Y entonces hacíamos fuego con el cañón”. “Reventamos un transporte de niños”, comenta creyéndose en la intimidad el marinero Solm, tripulante de un submarino. “Un transporte infantil… para nosotros fue todo un placer”. “En Italia, a cada lugar al que llegábamos, el teniente escogía al azar 20 hombres”, narra el cabo Sommer del regimiento blindado de granaderos número 29. “Todos para el mercado, se acercaba uno con tres ametralladoras –rrr…¡rum!- y todos tiesos. Así es como se hacía”. Sommer y su interlocutor, Bender, del comando de intervención número 20 de la Marina (una unidad especial de nadadores de combate con fama de duros), ríen a gusto…
Son algunos de los muchos testimonios terribles recogidos por los aliados en el marco de un programa de escuchas secretas sin precedentes que arrojó un material escalofriante sobre la forma de luchar y sobre todo de matar del Ejército alemán en la II Guerra Mundial. Ese conjunto de documentación inédito en buena parte ha sido diseccionado y estudiado ahora por dos investigadores alemanes, Sönke Neitzel, catedrático de historia moderna, y Harald Welter, psicólogo, ambos miembros del instituto de ciencias culturales de Essen, que han recogido su trabajo en el libro Soldaten (2011), recién publicado en España bajo el título Soldados del Tercer Reich, testimonios de lucha, muerte y crimen (Crítica, 2012).
Reventamos un transporte infantil, para nosotros fue un placer
Durante la II Guerra Mundial, Gran Bretaña y EE UU retuvieron a cerca de un millón de prisioneros alemanes (en las filas de la Wehrmacht combatieron 17 millones de soldados). De ellos varios millares fueron llevados a campos especiales preparados al efecto y sometidos a pormenorizadas escuchas. Cabe imaginar que a algunos de los oyentes les habrá costado mantener la frialdad profesional cuando oían por ejemplo explicar cómo el sargento primero berlinés Müller, tirador de precisión, se cargaba sistemáticamente en Francia a las mujeres que se acercaban con ramos de flores a los soldados liberadores aliados.
El Centro de Interrogación Detallada de los Servicios Combinados (CSDIC) británico levantó 16.960 actas de lo escuchado a escondidas a los soldados alemanes que suman cerca de 50.000 páginas, mientras que los estadounidenses también extrajeron mucho material de 3.298 prisioneros cuidadosamente seleccionados de la Wehrmacht y las Waffen-SS y recluidos en Fort Hunt, Virginia. La diversidad de los espiados es completa, con todos los currículos militares imaginables, desde soldados ordinarios, de tropa corriente, hasta generales. Los miembros de las unidades de combate y particularmente de los submarinos y de la Luftwaffe están especialmente representados.
Los prisioneros hablaban con total libertad entre ellos sin tener ni idea de que estaban siendo escuchados. Para animarlos, se introducía entre los cautivos a agentes, exiliados y prisioneros dispuestos a colaborar. Pero los mejores resultados se consiguieron colocando juntos a prisioneros de rangos similares y de la misma arma. Se pirraban los tíos por contarse unos a otros sus experiencias, sus vivencias de combate y los detalles técnicos de sus útiles de guerra, ya fueran aeroplanos, tanques, submarinos o morteros.
Neitzel se topó con los expedientes en el Archivo Nacional británico
Con las escuchas, los aliados pudieron formarse una idea muy exacta del estado, la moral y la táctica de todos los ámbitos del Ejército alemán así como de detalles técnicos de su armamento. Lo que no imaginaban los servicios secretos es que más de medio siglo después, los historiadores y psicólogos iban a encontrar un filón dorado –o más bien gris pánzer- en esa documentación. Neitzel se topó con los antiguos expedientes en el Archivo Nacional británico. “Había actas y más actas”, dice en el prólogo de su libro. “Quedé absorbido por la lectura de las conversaciones y me sentí transportado de inmediato al mundo interior de la guerra”. Lo que más le sorprendió, dice, “fue la franqueza con la que hablaban de luchar, matar y morir”.
Autores como Joanna Bourke (An intimate history of killing, 1999) o Samuel Hynes (The soldier’s tale, 1997) ya nos habían mostrado qué fácil y hasta placentero puede ser matar para el soldado. Y Wolfram Wette había revelado la culpabilidad homicida y criminal del Ejército regular alemán destripando el mito de una Wehrmacht limpia en contraposición a unas SS que se habrían encargado de las tareas sucias y de perpetrar los asesinatos en la II Guerra mundial (La Wehrmacht, Crítica, 2006). Pero Neitzel y Welter van más allá en su forma de exponer y analizar el impulso violento de los soldados del III Reich.
Probablemente lo más perturbador de las escuchas es constatar que para matar no hacía falta estar especialmente adoctrinado ideológicamente ni brutalizado por la experiencia bélica. En los testimonios se oye a los militares explayarse sobre acciones terriblemente violentas de una gratuidad absoluta, llevadas a cabo en situaciones en las que no estaban sometidos a ningún estrés y cuando no llevaban suficiente tiempo luchando como para haberse librado de la capa de civilización que supuestamente impide cometer actos así. Son ya extremadamente violentos de entrada, sin necesidad de ninguna introducción en la barbarie. Tipos que ni siquiera son especialmente nazis. Es como para perder la fe en el ser humano. “El acto de matar a otros y la violencia extrema pertenecen a la vida cotidiana del narrador y de sus interlocutores”, señala Welter. “No son nada extraordinario y hablan sobre ello durante horas al igual que hablan de aviones, bombas, ciudades, paisajes y mujeres”.
El libro aprovecha el material para diseccionar el ejército alemán
“Para mí, lanzar bombas se ha convertido en una necesidad”, dice un teniente de la Luftwaffe en una de las escuchas. “Emociona de lo lindo, es un sentimiento fantástico. Es tan bonito como cargarse a alguien a tiros”. En otra conversación, un aviador comparte el placer de cazar soldados solitarios desde su aparato “y también gente común”, que “corría como loca en zigzag”. El piloto llevaba solo cuatro días de campaña de Polonia y ya sentía gusto al matar por el simple hecho de hacerlo, con indiferencia de a quién alcanzaba. “Violencia autotélica”, la denominan Neitzel y Welter, matar por matar. Experimentar la sensación de ejercer ese último poder total, y sin castigo. “Esa clase de violencia no requiere de causa ni motivo”.
“Macho, ¡no sabes lo que me llegué a reír”, dice otro aviador que hacía saltar casas por los aires. Y otro: “Abatimos cuatro aviones de pasajeros”. “¿Íban armados?”. “Nones”. El teniente Hans Hartigs, del escuadrón de cazas 26, sobre un vuelo en el sur de Inglaterra: “Nos cargamos a mujeres y niños de cochecitos”. “Los dejamos a todos tiesos, secos. Hombres, mujeres, niños, los sacamos de la cama a todos”, cuenta el cabo paracaidista Büsing de sus acciones en Francia tras la invasión de los aliados. A veces se esgrimen motivos de una irrelevancia atroz: “A un francés le pegué un tiro por detrás. Iba en bicicleta”. “¿Te quería capturar?”. “Ni por asomo. Era que yo quería la bicicleta”.
Es un universal de la guerra el no necesitar motivos para matar
Soldados del Tercer Reich aprovecha el material de las escuchas para realizar una disección extraordinaria del Ejército alemán –desde el sistema de condecoraciones al trato a los prisioneros, la violencia sexual o las Waffen-SS, sin olvidar la participación de las unidades militares regulares en el genocidio judío o la diferencia de moral entre las diferentes armas-. La fe en Hitler –al que los soldados caracterizan con rasgos similares a los de una estrella del pop actual (!), la falta en general de conciencia entre las tropas de que se estuviera llevando a cabo una guerra racial como machacaba la propaganda, la importancia en cambio del grupo y la camaradería, el respeto que se daba a conceptos como el valor, la dureza y la disciplina y ¡al trabajo bien hecho!, o el juicio que se hace en las conversaciones de mandos como Rommel (“valiente, intrépido” pero “sin escrúpulos”), son algunas de las materias que examinan los autores.
Neitzel y Welter, que aportan ejemplos de militares de otras contiendas y sostienen que es un universal de la guerra que el soldado no necesita motivos para matar (“los motivos son indiferentes”, “mata porque es su función”), citan en el capítulo final el elocuente testimonio de un soldado alemán Willy Peter Reese, que cayó en la II Guerra Mundial. “El hecho de que fuéramos soldados bastaba para justificar los crímenes y las depravaciones y bastaba como base de una existencia en el infierno”.
“Me lo cargaba todo: autobuses en las calles, trenes de civiles. Teníamos órdenes de machacar las ciudades. Yo disparaba contra todos y cada uno de los ciclistas”. Así se despachaba el suboficial Fischer, piloto derribado de un caza Messerschmitt 109 en mayo de 1942 en una conversación con un colega en un centro de internamiento de prisioneros británico sin saber que estaba siendo oído por sus captores. “Hicimos algo muy bonito con el Heinkel 112”, explicaba otro aviador a un camarada en las mismas circunstancias y en tono jocoso. “Le instalamos un cañón delante. Luego volábamos sobre las calles a baja altura y cuando nos cruzábamos con coches encendíamos las luces y ellos se pensaban que tenían delante otro coche. Y entonces hacíamos fuego con el cañón”. “Reventamos un transporte de niños”, comenta creyéndose en la intimidad el marinero Solm, tripulante de un submarino. “Un transporte infantil… para nosotros fue todo un placer”. “En Italia, a cada lugar al que llegábamos, el teniente escogía al azar 20 hombres”, narra el cabo Sommer del regimiento blindado de granaderos número 29. “Todos para el mercado, se acercaba uno con tres ametralladoras –rrr…¡rum!- y todos tiesos. Así es como se hacía”. Sommer y su interlocutor, Bender, del comando de intervención número 20 de la Marina (una unidad especial de nadadores de combate con fama de duros), ríen a gusto…
Son algunos de los muchos testimonios terribles recogidos por los aliados en el marco de un programa de escuchas secretas sin precedentes que arrojó un material escalofriante sobre la forma de luchar y sobre todo de matar del Ejército alemán en la II Guerra Mundial. Ese conjunto de documentación inédito en buena parte ha sido diseccionado y estudiado ahora por dos investigadores alemanes, Sönke Neitzel, catedrático de historia moderna, y Harald Welter, psicólogo, ambos miembros del instituto de ciencias culturales de Essen, que han recogido su trabajo en el libro Soldaten (2011), recién publicado en España bajo el título Soldados del Tercer Reich, testimonios de lucha, muerte y crimen (Crítica, 2012).
Reventamos un transporte infantil, para nosotros fue un placer
Durante la II Guerra Mundial, Gran Bretaña y EE UU retuvieron a cerca de un millón de prisioneros alemanes (en las filas de la Wehrmacht combatieron 17 millones de soldados). De ellos varios millares fueron llevados a campos especiales preparados al efecto y sometidos a pormenorizadas escuchas. Cabe imaginar que a algunos de los oyentes les habrá costado mantener la frialdad profesional cuando oían por ejemplo explicar cómo el sargento primero berlinés Müller, tirador de precisión, se cargaba sistemáticamente en Francia a las mujeres que se acercaban con ramos de flores a los soldados liberadores aliados.
El Centro de Interrogación Detallada de los Servicios Combinados (CSDIC) británico levantó 16.960 actas de lo escuchado a escondidas a los soldados alemanes que suman cerca de 50.000 páginas, mientras que los estadounidenses también extrajeron mucho material de 3.298 prisioneros cuidadosamente seleccionados de la Wehrmacht y las Waffen-SS y recluidos en Fort Hunt, Virginia. La diversidad de los espiados es completa, con todos los currículos militares imaginables, desde soldados ordinarios, de tropa corriente, hasta generales. Los miembros de las unidades de combate y particularmente de los submarinos y de la Luftwaffe están especialmente representados.
Los prisioneros hablaban con total libertad entre ellos sin tener ni idea de que estaban siendo escuchados. Para animarlos, se introducía entre los cautivos a agentes, exiliados y prisioneros dispuestos a colaborar. Pero los mejores resultados se consiguieron colocando juntos a prisioneros de rangos similares y de la misma arma. Se pirraban los tíos por contarse unos a otros sus experiencias, sus vivencias de combate y los detalles técnicos de sus útiles de guerra, ya fueran aeroplanos, tanques, submarinos o morteros.
Neitzel se topó con los expedientes en el Archivo Nacional británico
Con las escuchas, los aliados pudieron formarse una idea muy exacta del estado, la moral y la táctica de todos los ámbitos del Ejército alemán así como de detalles técnicos de su armamento. Lo que no imaginaban los servicios secretos es que más de medio siglo después, los historiadores y psicólogos iban a encontrar un filón dorado –o más bien gris pánzer- en esa documentación. Neitzel se topó con los antiguos expedientes en el Archivo Nacional británico. “Había actas y más actas”, dice en el prólogo de su libro. “Quedé absorbido por la lectura de las conversaciones y me sentí transportado de inmediato al mundo interior de la guerra”. Lo que más le sorprendió, dice, “fue la franqueza con la que hablaban de luchar, matar y morir”.
Autores como Joanna Bourke (An intimate history of killing, 1999) o Samuel Hynes (The soldier’s tale, 1997) ya nos habían mostrado qué fácil y hasta placentero puede ser matar para el soldado. Y Wolfram Wette había revelado la culpabilidad homicida y criminal del Ejército regular alemán destripando el mito de una Wehrmacht limpia en contraposición a unas SS que se habrían encargado de las tareas sucias y de perpetrar los asesinatos en la II Guerra mundial (La Wehrmacht, Crítica, 2006). Pero Neitzel y Welter van más allá en su forma de exponer y analizar el impulso violento de los soldados del III Reich.
Probablemente lo más perturbador de las escuchas es constatar que para matar no hacía falta estar especialmente adoctrinado ideológicamente ni brutalizado por la experiencia bélica. En los testimonios se oye a los militares explayarse sobre acciones terriblemente violentas de una gratuidad absoluta, llevadas a cabo en situaciones en las que no estaban sometidos a ningún estrés y cuando no llevaban suficiente tiempo luchando como para haberse librado de la capa de civilización que supuestamente impide cometer actos así. Son ya extremadamente violentos de entrada, sin necesidad de ninguna introducción en la barbarie. Tipos que ni siquiera son especialmente nazis. Es como para perder la fe en el ser humano. “El acto de matar a otros y la violencia extrema pertenecen a la vida cotidiana del narrador y de sus interlocutores”, señala Welter. “No son nada extraordinario y hablan sobre ello durante horas al igual que hablan de aviones, bombas, ciudades, paisajes y mujeres”.
El libro aprovecha el material para diseccionar el ejército alemán
“Para mí, lanzar bombas se ha convertido en una necesidad”, dice un teniente de la Luftwaffe en una de las escuchas. “Emociona de lo lindo, es un sentimiento fantástico. Es tan bonito como cargarse a alguien a tiros”. En otra conversación, un aviador comparte el placer de cazar soldados solitarios desde su aparato “y también gente común”, que “corría como loca en zigzag”. El piloto llevaba solo cuatro días de campaña de Polonia y ya sentía gusto al matar por el simple hecho de hacerlo, con indiferencia de a quién alcanzaba. “Violencia autotélica”, la denominan Neitzel y Welter, matar por matar. Experimentar la sensación de ejercer ese último poder total, y sin castigo. “Esa clase de violencia no requiere de causa ni motivo”.
“Macho, ¡no sabes lo que me llegué a reír”, dice otro aviador que hacía saltar casas por los aires. Y otro: “Abatimos cuatro aviones de pasajeros”. “¿Íban armados?”. “Nones”. El teniente Hans Hartigs, del escuadrón de cazas 26, sobre un vuelo en el sur de Inglaterra: “Nos cargamos a mujeres y niños de cochecitos”. “Los dejamos a todos tiesos, secos. Hombres, mujeres, niños, los sacamos de la cama a todos”, cuenta el cabo paracaidista Büsing de sus acciones en Francia tras la invasión de los aliados. A veces se esgrimen motivos de una irrelevancia atroz: “A un francés le pegué un tiro por detrás. Iba en bicicleta”. “¿Te quería capturar?”. “Ni por asomo. Era que yo quería la bicicleta”.
Es un universal de la guerra el no necesitar motivos para matar
Soldados del Tercer Reich aprovecha el material de las escuchas para realizar una disección extraordinaria del Ejército alemán –desde el sistema de condecoraciones al trato a los prisioneros, la violencia sexual o las Waffen-SS, sin olvidar la participación de las unidades militares regulares en el genocidio judío o la diferencia de moral entre las diferentes armas-. La fe en Hitler –al que los soldados caracterizan con rasgos similares a los de una estrella del pop actual (!), la falta en general de conciencia entre las tropas de que se estuviera llevando a cabo una guerra racial como machacaba la propaganda, la importancia en cambio del grupo y la camaradería, el respeto que se daba a conceptos como el valor, la dureza y la disciplina y ¡al trabajo bien hecho!, o el juicio que se hace en las conversaciones de mandos como Rommel (“valiente, intrépido” pero “sin escrúpulos”), son algunas de las materias que examinan los autores.
Neitzel y Welter, que aportan ejemplos de militares de otras contiendas y sostienen que es un universal de la guerra que el soldado no necesita motivos para matar (“los motivos son indiferentes”, “mata porque es su función”), citan en el capítulo final el elocuente testimonio de un soldado alemán Willy Peter Reese, que cayó en la II Guerra Mundial. “El hecho de que fuéramos soldados bastaba para justificar los crímenes y las depravaciones y bastaba como base de una existencia en el infierno”.
Eva Braun una vida con un trastornado
Que nadie busque en Eva Braun, una vida con Hitler la típica biografía ligera y personalizada, casi dramatizada, que se pega estrechamente a los avatares del individuo y reconstruye o más bien inventa su infancia, su adolescencia, los supuestos vaivenes de su corazón. Nada de eso. En realidad, para Heike B. Görtemaker, la autora del libro, Eva Braun no es más que una perspectiva inusual para poder volver a mirar con ojos nuevos un tema tan trillado como el nazismo. Eva es un misterio: el de su propia identidad, desde luego, pero también, o sobre todo, el misterio de la intimidad de Hitler, de los entresijos del poder nazi e incluso de los sentimientos más básicos y profundos de esa sociedad alemana que se entregó rendida a la locura. Görtemaker se pregunta cómo fue de verdad aquello y por qué fue, para intentar entender el angustioso enigma de cómo el ser humano puede construir un infierno semejante. Para ello, viene a decirnos, es necesario conocer los grandes datos económicos, políticos y sociales, desde luego, pero además conviene indagar en lo privado. Hay que iluminar correctamente la escena general añadiendo las sombras de lo cotidiano.
Görtemaker es una historiadora formidable. En primer lugar, por su rigor: desmenuza y contrasta cada dato con una obsesiva tenacidad a lo Sherlock Holmes, y al igual que el famoso detective utiliza un vigoroso sentido común y una originalidad de pensamiento que le hacen replantearse hasta los tópicos más arraigados. Avanza Görtemaker por el tema de su libro como un tanque, férrea, implacable y sólida, y del enorme trabajo que hay detrás da cuenta el hecho de que las notas y la bibliografía llegan a ocupar casi un tercio del volumen. Por fortuna, y como es práctica habitual en este tipo de publicaciones para un lector no especializado, todo ese material está agrupado al final, de manera que no entorpece en absoluto la lectura del libro, que resulta absorbente, casi hipnótica. En realidad la anterior referencia a Sherlock Holmes no es casual; Eva Braun, una vida con Hitler tiene algo desde luego detectivesco, algo de novela de misterio, el análisis de un oscuro enigma que hay que resolver clave a clave, paso a paso. Es como un cuento gótico lleno de dolor, de ofuscación y sangre, solo que en este caso todo ese horror fue real.
Además, la autora también es formidable por su capacidad de síntesis. Por lo profunda, reveladora y luminosa que puede llegar a ser en un corto espacio. En realidad, el texto de Görtemaker apenas si tiene 287 páginas, si descontamos las notas. Lo cual no es nada para un libro de historia que habla de los antecedentes, nacimiento, desarrollo y fin del nazismo; de la personalidad del Führer, de Eva Braun y de un puñado de jerarcas nazis; de la guerra y los últimos días en el búnker; de la sociedad alemana, del conocimiento del Holocausto y la responsabilidad personal. En fin, lo alumbra casi todo en una visión que es a la vez microscópica y panorámica. Una intensidad de contenido que me recuerda a ese clásico de la historiografía que es la breve y vigorosa Historia de España de Pierre Vilar.
Austera y controlada, Görtemaker maneja con eficaz frialdad un material abrasador. Yo, que no soy una experta en el tema, he aprendido muchas cosas leyendo este libro: por ejemplo, que la Gran Depresión de 1929 influyó mucho más en el triunfo del nazismo de lo que creía (miedo da pensar en la vasta crisis actual). O que tras conquistar el poder en 1933, y hasta el estallido de la guerra, Hitler se pasaba gran parte del año en su refugio de las montañas bávaras, llevando una plácida vida de veraneante, levantándose a la una o las dos de la tarde, paseando, manteniendo amenas veladas de charla insustancial con su círculo de íntimos, hasta el punto de que a veces sus ministros tardaban mes y medio en poder hablar con él o en conseguir que aprobara una medida política urgente. Pero esta suerte de desenfrenado absentismo laboral no le impedía seguir tejiendo el hilo de sus ideas alucinadas, porque al salir de la casa en la montaña siempre traía bien preparado alguno de sus megalomaníacos proyectos que llevaron al mundo al borde del abismo.
El libro va dibujando poco a poco un retrato espeluznante de todo aquello. De un Hitler incapaz de la más mínima empatía que juega con los países y con la muerte de millones de personas como quien juega al Risk, ese juego de mesa de estrategia; de la pequeña corte, como llamaba el arquitecto Speer al círculo privado, que alabó y fomentó y aplaudió el delirio de Hitler y que vivió durante años en esa realidad ficticia del refugio bávaro, en esa especie de anti-Camelot en donde Eva Braun era una suerte de secreta y vergonzante reina Ginebra. Todo era tan insulso, tan mísero, tan lleno de mediocres ambiciones, tan lastimosamente pequeño y humano. Pero originó un maremoto de sangre.
Al final esto es lo más aterrador: la falta de dimensión demoniaca de los seres que causaron un daño tan enorme. La banalidad del Mal, como decía la gran Hannah Arendt. Hitler, pésimo estudiante, pintor de baratillo y arquitecto frustrado, se consideraba a sí mismo sobre todo un artista. Ni siquiera “las operaciones militares” le hubieran salido bien si no fuera por su condición de “artista antes que nada”, dijo en mitad de la guerra. Y dentro de sus delirios de grandeza, su sueño mayor fue convertir la localidad de Linz, en Austria, que él consideraba su ciudad de origen (aunque solo residió allí dos años en su juventud), en el mayor centro mundial de las artes, en la ciudad más bella (“una especie de Roma alemana”), a la que se retiraría a vivir tras culminar todas sus conquistas. Así que una serie de arquitectos se pusieron a hacer el proyecto y las maquetas del nuevo Linz, y Görtemaker nos cuenta con estupendo pulso dramático cómo a medida que se iba desarrollando la tragedia de la guerra, mientras Europa ardía, los campos se llenaban de cadáveres y Alemania se hundía, lo único que sostenía y encandilaba al Führer y a su cómplice Eva era el ensueño de esa ciudad perfecta, de su Avalon privado, hasta el punto de que siguieron jugando con las maquetas de Linz incluso en los días finales, ya en el búnker. Eso también me gusta de Görtemaker: que, por lo general, el relato del ocaso de Hitler y Eva Braun se narra en tonos operísticos, wagnerianos, grandiosos; pero en este libro queda despojado de toda épica y resulta simplemente patético y absurdo, un estremecedor ejemplo de la miseria humana.
Eva Braun, una vida con Hitler. Heike B. Görtemaker. Traducción de Guillem Sans Mora. Debate. Barcelona, 2012. 390 páginas. 22,88 euros.
Görtemaker es una historiadora formidable. En primer lugar, por su rigor: desmenuza y contrasta cada dato con una obsesiva tenacidad a lo Sherlock Holmes, y al igual que el famoso detective utiliza un vigoroso sentido común y una originalidad de pensamiento que le hacen replantearse hasta los tópicos más arraigados. Avanza Görtemaker por el tema de su libro como un tanque, férrea, implacable y sólida, y del enorme trabajo que hay detrás da cuenta el hecho de que las notas y la bibliografía llegan a ocupar casi un tercio del volumen. Por fortuna, y como es práctica habitual en este tipo de publicaciones para un lector no especializado, todo ese material está agrupado al final, de manera que no entorpece en absoluto la lectura del libro, que resulta absorbente, casi hipnótica. En realidad la anterior referencia a Sherlock Holmes no es casual; Eva Braun, una vida con Hitler tiene algo desde luego detectivesco, algo de novela de misterio, el análisis de un oscuro enigma que hay que resolver clave a clave, paso a paso. Es como un cuento gótico lleno de dolor, de ofuscación y sangre, solo que en este caso todo ese horror fue real.
Además, la autora también es formidable por su capacidad de síntesis. Por lo profunda, reveladora y luminosa que puede llegar a ser en un corto espacio. En realidad, el texto de Görtemaker apenas si tiene 287 páginas, si descontamos las notas. Lo cual no es nada para un libro de historia que habla de los antecedentes, nacimiento, desarrollo y fin del nazismo; de la personalidad del Führer, de Eva Braun y de un puñado de jerarcas nazis; de la guerra y los últimos días en el búnker; de la sociedad alemana, del conocimiento del Holocausto y la responsabilidad personal. En fin, lo alumbra casi todo en una visión que es a la vez microscópica y panorámica. Una intensidad de contenido que me recuerda a ese clásico de la historiografía que es la breve y vigorosa Historia de España de Pierre Vilar.
Austera y controlada, Görtemaker maneja con eficaz frialdad un material abrasador. Yo, que no soy una experta en el tema, he aprendido muchas cosas leyendo este libro: por ejemplo, que la Gran Depresión de 1929 influyó mucho más en el triunfo del nazismo de lo que creía (miedo da pensar en la vasta crisis actual). O que tras conquistar el poder en 1933, y hasta el estallido de la guerra, Hitler se pasaba gran parte del año en su refugio de las montañas bávaras, llevando una plácida vida de veraneante, levantándose a la una o las dos de la tarde, paseando, manteniendo amenas veladas de charla insustancial con su círculo de íntimos, hasta el punto de que a veces sus ministros tardaban mes y medio en poder hablar con él o en conseguir que aprobara una medida política urgente. Pero esta suerte de desenfrenado absentismo laboral no le impedía seguir tejiendo el hilo de sus ideas alucinadas, porque al salir de la casa en la montaña siempre traía bien preparado alguno de sus megalomaníacos proyectos que llevaron al mundo al borde del abismo.
El libro va dibujando poco a poco un retrato espeluznante de todo aquello. De un Hitler incapaz de la más mínima empatía que juega con los países y con la muerte de millones de personas como quien juega al Risk, ese juego de mesa de estrategia; de la pequeña corte, como llamaba el arquitecto Speer al círculo privado, que alabó y fomentó y aplaudió el delirio de Hitler y que vivió durante años en esa realidad ficticia del refugio bávaro, en esa especie de anti-Camelot en donde Eva Braun era una suerte de secreta y vergonzante reina Ginebra. Todo era tan insulso, tan mísero, tan lleno de mediocres ambiciones, tan lastimosamente pequeño y humano. Pero originó un maremoto de sangre.
Al final esto es lo más aterrador: la falta de dimensión demoniaca de los seres que causaron un daño tan enorme. La banalidad del Mal, como decía la gran Hannah Arendt. Hitler, pésimo estudiante, pintor de baratillo y arquitecto frustrado, se consideraba a sí mismo sobre todo un artista. Ni siquiera “las operaciones militares” le hubieran salido bien si no fuera por su condición de “artista antes que nada”, dijo en mitad de la guerra. Y dentro de sus delirios de grandeza, su sueño mayor fue convertir la localidad de Linz, en Austria, que él consideraba su ciudad de origen (aunque solo residió allí dos años en su juventud), en el mayor centro mundial de las artes, en la ciudad más bella (“una especie de Roma alemana”), a la que se retiraría a vivir tras culminar todas sus conquistas. Así que una serie de arquitectos se pusieron a hacer el proyecto y las maquetas del nuevo Linz, y Görtemaker nos cuenta con estupendo pulso dramático cómo a medida que se iba desarrollando la tragedia de la guerra, mientras Europa ardía, los campos se llenaban de cadáveres y Alemania se hundía, lo único que sostenía y encandilaba al Führer y a su cómplice Eva era el ensueño de esa ciudad perfecta, de su Avalon privado, hasta el punto de que siguieron jugando con las maquetas de Linz incluso en los días finales, ya en el búnker. Eso también me gusta de Görtemaker: que, por lo general, el relato del ocaso de Hitler y Eva Braun se narra en tonos operísticos, wagnerianos, grandiosos; pero en este libro queda despojado de toda épica y resulta simplemente patético y absurdo, un estremecedor ejemplo de la miseria humana.
Eva Braun, una vida con Hitler. Heike B. Görtemaker. Traducción de Guillem Sans Mora. Debate. Barcelona, 2012. 390 páginas. 22,88 euros.
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