José es un hombre absolutamente equilibrado.
Está afrontando la crisis económica con realismo optimista, sin miedo al futuro. Gracias a su perfecta mezcla de cautela preventiva y entusiasmo por las tareas que desarrolla, disfruta de un trabajo estimulante y bien remunerado que le permite conciliar de una manera relajada su vida familiar y personal con su mundo laboral…
Mantiene un buen equilibrio emocional en su pareja: su relación no es ni codependiente ni excesivamente fría. Tiene una vida sexual completamente satisfactoria, objetivos vitales similares a los de su pareja, y ambos respetan sus espacios personales. Además, los hijos no constituyen un motivo de estrés porque están creciendo en un perfecto equilibrio entre estructura y amor.
El resultado de esta armonía familiar (la norma se plantea de forma razonada y sensata y sus hijos la aceptan abrazando a sus padres mientras les recuerdan lo mucho que los quieren) es que sus hijos se encuentran muy a gusto en la escuela, tienen muchos amigos y se llevan muy bien con los profesores, que también les aprecian a ellos.
Gracias a esta calidad de vida, José no ha sufrido nunca sensaciones como la ira, la tristeza paralizante, la frustración de objetivos vitales, los delirios psicóticos o la ansiedad. Nunca ha tenido fobias de ningún tipo, jamás ha vivido impresiones inquietantes y siempre está sereno.
Una perfección que no existe
Solo perdonamos a José por tanta felicidad idílica porque no existe. Cuando leemos descripciones como las anteriores tendemos a pensar que son falsas: de lo contrario sospecharíamos que esconden algún problema grave o relatan un momento vital puntual que durará poco. Las historias de este tipo nos causan incredulidad porque todos sabemos que los seres humanos transitamos por la vida a golpe de problemas. Nuestra forma de ser (de sentir, de pensar, de actuar) es como un algoritmo que optimiza nuestro potencial para adaptarnos a ciertas situaciones pero nos quita probabilidades de manejarnos bien en otras.
Sin embargo, parece que hoy en día, cualquier currículum vitae que se aparte durante un tiempo del esquema saludable puede ser etiquetado de patológico. Si José se saliera de la anterior descripción en algún aspecto, podría ser diagnosticado con un trastorno mental y tratado con pastillas. Como nos recuerda en una reciente entrevista Francisco Javier Álvarez, Jefe de Psiquiatría del Hospital de León, “se ha psiquiatrizado la sociedad y se ha farmacologizado la psiquiatría". Sólo hay que echar un vistazo a las cifras para entender que se está sobredimensionando lo patológico: la mitad de la población de EEUU, por ejemplo, puede ser etiquetada en este momento con un diagnóstico psiquiátrico. Y Europa va poniéndose al día en esa inflación de lo patológico.
El concepto de enfermedad
Un viejo adagio popular dice que “si se pudieran escuchar todos nuestros pensamientos, cualquier persona sería tomada por loca”. Eso es lo que parece que sucede en el mundo actual, en el que nuestros sentimientos, pensamientos y conductas son analizadas por un gran número de personas interesadas, en muchos casos, en considerarlos enfermos. El fenómeno es tan extremo que ha derivado en una paradoja de “lo normal anormal”: en muchas estadísticas de salud mental, lo más habitual es que haya más cantidad de personas con enfermedades mentales que personas sanas. De lo cual se derivaría que los sanos tienen un problema de adaptación.
De hecho, etiquetas como, por ejemplo, Trastorno Límite de Personalidad, han demostrado tener poca utilidad a la hora de ayudar a las personas a las que se les asigna. Pero eso no parece detener esta escalada de enfermedades mentales: muchos expertos en salud alertan que si la redacción del DSM-5 sigue en la misma línea, las cifras se van a multiplicar. Da la impresión de que existen muchas personas que quieren convertir el mundo en un inmenso hospital psiquiátrico.
¿Cuándo podemos hablar de adicción?
Un ejemplo característico de esta tendencia son las llamadas nuevas adicciones: ludopatía, adicción a la pornografía, a las redes sociales… Se diría que el ser humano moderno corre el riesgo continuo de ser politoxicómano. Pero muchos investigadores cuestionan esta tendencia a usar el concepto de una forma tan extensiva: ¿tiene sentido hablar, como se hace últimamente, de adicción a la comida, al sexo, a las compras, al ejercicio físico o a la televisión? ¿Hay alguna base (aparte de la vivencia subjetiva) que permita distinguir cuando algo “nos gusta más que otras cosas” y cuando “somos adictos”? Aunque ya existen supuestas clínicas especializadas en estos temas, para algunos terapeutas etiquetar a estas personas como adictas (y, por lo tanto, como enfermas) puede tener más consecuencias negativas que positivas. Como señalan científicos como Lee N. Robins, psiquiatra de la Universidad de Washington en St. Louis, el diagnóstico socava la confianza que los pacientes tienen en sí mismos y en su posible desenganche. La voluntad para superar la dependencia es esencial en el tratamiento. Y catalogar estos problemas como una enfermedad es ignorar que la inmensa mayoría de personas dejan de depender de estas nuevas drogas sin tratamiento alguno.
Otro ejemplo alarmante de esta tendencia es el brutal aumento del diagnóstico de Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad (TDAH). En algunos estudios la incidencia que se calcula es de un 17% y hay regiones de EEUU y Canadá que alcanzan el 25% aunque todos los que trabajamos en estos temas sabemos que cuando se habla de patologías del neurodesarrollo, las cifras de prevalencia superiores al 5% son sospechosas: los niños cambian año a año y no tiene sentido poner etiquetas tan drásticas en personalidades tan maleables.
La cultura del hiperdiagnóstico
Este último ejemplo nos puede servir para sugerir algunas de las causas de esta cultura del hiperdiagnóstico.
Por un lado está, por supuesto, la cuestión económica. El TDAH y muchos de los trastornos polémicos citados se han sobrediagnosticado desde que existen medicamentos que los curan.
Por último, hay un problema de inercia cognitiva: tendemos a usar clasificaciones rotundas que usan pocos elementos. En salud mental, tanto los profesionales (psicólogos, psiquiatras, profesores o médicos de familia) como los profanos (familiares, amigos, parejas…) tenemos en mente una docena de etiquetas para los problemas psicológicos cotidianos. Una vez que alguien encaja en alguna característica, es fácil que todo lo que esa persona diga, sienta o haga sea utilizado en su contra… y a favor de la etiqueta. Es un fenómeno de profecía autocumplida cuyas consecuencias en salud mental exploró ya hace tiempo el psicólogo David Rosenhan en un impactante experimento.
Los que trabajamos en salud mental etiquetamos a las personas para tratar de conocerlas y poder echarles una mano. Pero cuando intervienen intereses ajenos a las ganas de ayudar, las etiquetas pueden convertirse en un obstáculo. El círculo vicioso de la salud mental que describía el escritorJames Thurber (“Vosotros taláis los árboles para construir los edificios para los hombres que se han vuelto locos por no haber podido ver los árboles”) puede hacerse realidad si continúa esta fiebre diagnóstica.
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