Un día de agosto del año 1567 el Gran Duque de Alba llegó a Bruselas. La canícula veraniega se veía atenuada por la proximidad del Mar del Norte. Le seguían 10.000 hombres de armas que llevaban a sus espaldas un severo entrenamiento de más de seis meses en las fértiles tierras de Sicilia. De esta forma se iniciaba una de las guerras de desgaste más trágicas de la historia.
Las Guerras de Flandes fueron la tumba de más de 40.000 soldados, adscritos a los famosos tercios. El error estratégico que alimentó aquella imparable sangría hizo que la gestión de los enormes recursos provenientes de América fuera a parar a manos de banqueros alemanes y genoveses, evitando así unas inversiones necesarias e ineludibles para una nación, la española, que demandaba urgentes reformas administrativas y políticas que redundaran en beneficio de los muy castigados pueblos que constituían la urdimbre de lo que fue una gran nación y que, de no haber sido por algunos dislates y dispendios sin fundamento, podría haber llegado más lejos y más alto durante más tiempo. Este país siempre ha dado el alma ante las adversidades, mientras su dirección no ha sabido estar a la altura ni corresponder a la entrega de su pueblo.
La estrategia inicial
La mejor logística de aquel tiempo, la oficialidad más avezada, la tropa más experimentada, los mejores ingenieros de campo, incluida la bendición papal, fueron movilizados por Felipe II para crear una dinámica circulación de hombres y pertrechos a lo largo de los mil kilómetros que partiendo de Milán concluían en Bruselas.
De aquellos hechos, a día de hoy, todavía no hemos extraído –al parecer– ninguna conclusión ni enseñanza.
El Camino Español era un corredor logístico terrestre que funcionó como un reloj suizo durante el tiempo que duró a pesar de que la distancia real del teatro de operaciones era enorme.
El rey español compartía el Ducado de Milán al tiempo que el de Príncipe Soberano del Franco Condado. En el periodo de los Habsburgo, España tejería pacientemente sólidas alianzas con los gobernantes de aquellos territorios que separaban sus dominios. Una añeja alianza con el patriciado genovés sumada a la tradicional alianza con la Casa de Saboya más un extraño y atípico tratado con Francia, hacían del Ducado de Lorena un oasis de neutralidad desde 1547. Estos lares podían ser usados como tránsito de las tropas de ambos países para sus propósitos bélicos, pero con la condición expresa de no instalarse más allá de los dos días.
Una larga travesía
Una vez atravesados los Cantones Suizos, Alsacia, el Tirol y en ocasiones las cuencas del Rin, se aterrizaba en el Luxemburgo español, desde donde se redistribuía la tropa en función de la demanda de atención que requerían los díscolos y cada vez más enojados flamencos. Las extraordinarias dotes militares del Gran Duque de Alba nunca fueron acompañadas por formas diplomáticas dignas de tal nombre. No tenía mano izquierda. La política de “palo y tentetieso” practicada por el genial militar y su tendencia a cortar cabezas sin reflexionar sobre las consecuencias, hicieron que toda la población de los Países Bajos se radicalizara en contra de él. Lo que podría haber sido una acertada gestión en el ámbito doméstico –sin cuestionar sus contundentes y eficaces habilidades militares- se convirtió en un avispero sin salida de emergencia.
Posteriormente, el más hábil -diplomáticamente hablando-, Luis de Requesens, no conseguiría mejorar aquel escenario. Su política de mano tendida hacia los soliviantados flamencos no mejoraría la situación pues su antecesor no había dejado ninguna “casilla de oxigenación” y sí un país literalmente incendiado. Al “bizantino” Requesens le sucedió Juan de Austria.
Pero sucedió algo imprevisto.
La desobediencia
En una misiva enviada por el Emperador al vencedor de Lepanto, se expresaba de manera clara y concisa el siguiente párrafo:
“… bajo ningún concepto debéis pensar en venir a España, aunque nadie desea más que yo que pudierais hacer esta visita, tal es el placer que experimentaría al veros…”
Un par de años después y con una salud muy deteriorada por el erosivo clima de Flandes y los disgustos acumulados por tanto trajín bélico, este genial estratega iniciaría el tránsito a mejores tierras.
El Camino Español fue la arteria que bombeó la energía y los sueños de grandeza de un poderoso pueblo gestionado por miopes. Flandes nunca debió ser un objetivo estratégico. Una enorme cantidad de recursos humanos y económicos fueron dilapidados en una fatua guerra de religión que sólo aportó hambre, miseria, huérfanos y viudas a dos pueblos que podrían haber llegado a entenderse de no ser por la cerrazón de un gran emperador que no supo rectificar a tiempo su error.
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