Hitler y Eva Braun.
La figura del dirigente alemán ya fue tratada por Sokurov en el corto documental Sonata para Hitler (1979-1989). Aquí, empleando material de archivo ruso y germano, no representa los hechos acaecidos, sino las consecuencias, al igual que vemos en su Aleksandra, con su particular retrato de la guerra de Chechenia.
El título elegido para su película, Moloch, proviene del nombre de la divinidad de los fenicios y de otros pueblos por ellos influenciados, más conocida como Baal, con varias referencias en la Biblia. Representado con cabeza de carnero y cuerpo humano, se le realizaban sacrificios humanos, principalmente, niños.
En esta película, Moloch es Hitler, el dios–hombre megalómano e infantil que vive en su mundo mitológico, ajeno a la triste realidad de millones de personas que están pereciendo o sufriendo sus funestos dictados, preocupado en sus propios problemas de identidad, como un niño caprichoso y egoísta que, aunque por momentos parece rozar la caricatura, se nos antoja muy real.
El Führer es aquí un ser débil, enfermo, al que todo le da miedo o asco, no confía en nadie y Eva Braun es la única que, en ocasiones, es capaz de consolarle. Sin duda, y a diferencia de otras películas del autor, el peso de los diálogos es enorme, con una imagen del dictador alejada de los planteamientos cinematográficos al uso, como vemos en la reciente El hundimiento, que pretende ser un fresco histórico, donde el sentido cronológico es fundamental.
Salón de reuniones.
La caracterización de Hitler, al diferir de la del resto de películas tratadas hasta ahora por el cine, nos resulta extraña, ya que parece atemporal. Pero es de un tiempo concreto, de carne y hueso. Lo que hace Sokurov es no mostrarnos secuenciación cronológica ni referencias a hechos concretos. Son unas pinceladas, retazos, de una situación cotidiana de un día cualquiera de la vida un personaje fundamental del siglo XX.
Acompañado de sus ministros.
La sensación de habernos introducido en la máquina del tiempo es algo común a otras películas “históricas” de Sokurov, como El arca rusa. Los acontecimientos suceden en su tiempo histórico, no cinematográfico, por lo que hemos de realizar un proceso de abstracción para reconstruir los hechos que acontecieron, sacar conclusiones de situaciones aparentemente sin importancia.
Esta naturalidad se refleja también en los diálogos a ratos absurdos y en otras ocasiones maquiavélicos de los jerarcas nazis, todo bien mezclado y condimentado en medio de una anodina cotidianeidad que raya en el absurdo, pero que ayudan a hacer convincente a los protagonistas. Quizás a esta mezcla de hiperrealismo y carácter onírico ayude el hecho de estar rodada en el verdadero Nido del Águila, en los Alpes bávaros, una de las residencias y cuarteles generales que fue un regalo del Partido a Hitler.
Entrando a la mansión.
Las figuras de Goebbels o Martin Bormann son inquietantes. Sus intervenciones durante la velada en casa de Hitler se reducen a bromas de mal gusto, falta total de conciencia y diálogos interminables donde se mezclan impasibles la mejor manera de exterminar a los judíos con aspectos culinarios de escasa trascendencia. A los ministros d Hitler sólo les preocupa la buena vida y escalar o mantener la posición predominante que ocupan en la jerarquía del Estado.
Conversaciones íntimas.
Como corresponde a una película de Sokurov, hay varias referencias cultas, detalles del cine, la cultura o de la sociedad alemana de la época. La política y la sociedad de la Alemania nazi se reflejan en los terribles comentarios, a veces irónicos, de sus personajes. En ningún momento se hace referencia a la magnitud de la matanza y la crueldad de la maquinaria nazi, creadora de un nuevo imaginario cultural que justifique.
El personal de servicio, en formación.
Gracias al cine, este imaginario caló en la sociedad alemana. Pero el cine alemán perdió la mayor parte de su personal técnico y artístico, que emigró o pereció por la represión nazi. A partir de entonces, el cine ensalzaría, al igual que en otros campos, la fuerza, el vigor y la percepción de la raza aria, para lo cual se tomó como modelo estético a la antigua Grecia del período preclásico, con los grandes volúmenes en los desnudos, rasgos físicos indiferenciados y enormes escenografías de líneas rectas para contenerlos, algo común a otras potencias fascistas.
Ejemplo de ello puede ser el comienzo de la película, donde, a falta de diálogos, aparece Eva Braun semidesnuda a contraluz, practicando gimnasia mientras nos muestra sus formas rotundas, características, según el ideario nacionalsocialista, del ideal de belleza alemán. Según él, el aspecto físico y el deporte son vehículos esenciales de cohesión de la sociedad, como sugirió visualmente Leni Riefenstahl con Olympia o el Triunfo de la voluntad.
Ecos de Leni Riefenstahl.
Esta figura atlética de la mujer del dictador nos recuerda en un primer momento a los documentales propagandísticos de la genial realizadora alemana, aunque, llegado el momento, veremos a una mujer caprichosa y, al mismo tiempo, inteligente. Braun, al igual que el resto de los presentes en la mansión, se limita a contentar a su pareja, discutiendo, intentando predominar en algunos terrenos, en una relación de pareja cuando menos extraña, consecuencia lógica de la triste trascendencia del personaje.
No faltan alguna referencia a las tradiciones y mitología germana, arropada por las melodías del compositor Wagner. La función de la música es, pues, de carácter exclusivamente ambiental, de la que se vale el director para crear un ambiente irreal que escapa al suceso histórico línea, de tal manera que obvia el sentido cronológico del discurso, hecho propio del cineasta ruso.
Así, elimina elementos concretos de la biografía de Hitler y se centra en la esencia del personaje, sin recurrir a imágenes bélicas o escenas de acción como los thrillers o films de espías. La guerra y otros acontecimientos no aparecen, todos parecen refugiarse en los salones, a resguardo de sus propios fantasmas.
Magda Goebbels y Eva Braun.
La única referencia explícita a la guerra son la imágenes de propaganda que visionan los jerarcas nazis en una escena de la película que, a modo de cita, refleja la importancia que Goebbels dio a todo recurso audiovisual con fines propagandísticos en favor del Nacionalsocialismo.
Se trata de abrir una ventana hasta ahora inexplorada de cómo pudo haber sido la vida privada de Hitler, un fin de semana cualquiera de asueto, un intento de acercarse desde otra perspectiva a su forma de ser y la de sus más estrechos colaboradores, es decir, las cabezas pensantes del genocidio nazi. La naturalidad de Sokurov nos ayuda a captar la insignificancia del personaje, su baja autoestima, que contrasta con el enorme poder ejerció en Europa y en el mundo.
La amnesia que ellos parecen sufrir, así como la falta de empatía, con el dolor, los convierte en monstruos inhumanos de apariencia vulgar, humana. Ello va en consonancia con lo expresado por el director: Hitler no fue un excepción, hay multitud de monstruos, pero no se dieron, como en este caso, una serie de circunstancias que les encumbraron a lo más alto del poder.
La cinta fue rodada en ruso con actores eslavos pero posteriormente doblada al alemán, que es como se distribuyó. No es un deseo de objetividad del autor, sino un vehículo para que el público digiera mejor la escasa catadura moral del personaje, por otro lado, vulgar, mostrándonos así que el genocidio nazi, sin hacer referencia expresa mediante imágenes, se volvería a repetir dadas las circunstancias, porque la esencia de la especie humana nunca cambia.