Con frecuencia suele confundirse al psicópata con los serial killers, tipo Michael Myers (el de Halloween), Norman Bates, Latherface, Jack Torrance y tantos otros asesinos de la pantalla; monstruos sedientos de sangre que sólo aspiran a torturar y matar. Pero eso no es así; de hecho, los personajes que he mencionado no son “psicópatas”, sino “psicóticos”, gente con la capacidad de razonar alterada que vive en un permanente estado alucinatorio.
Los psicópatas (también llamados sociópatas), por el contrario, razonan perfectamente (suelen ser personas inteligentes) y perciben con nitidez la realidad. Sólo un pequeño detalle les diferencia de los demás: carecen de empatía, les resulta imposible ponerse en la piel de otra persona. Son narcisistas, sólo piensan en sí mismos, su mundo se reduce a un omnipresente YO. Al carecer de empatía, son incapaces de sentir ciertas emociones, como amor, amistad, arrepentimiento, piedad, ternura, compasión... No obstante, sí que las perciben en los demás, así que aprenden a imitarlas. Desde niños son magníficos actores; fingen sentir emociones que no sienten, porque eso les mimetiza con las personas normales y les permite manipularlas. No tienen conciencia, ni ética, ni escrúpulos.
Pero eso no significa que sean criminales; de hecho, la mayoría no lo son. Porque si un psicópata deseara algo tuyo, no tendría el menor reparo moral en matarte y quitártelo. Pero lo que sí tiene es miedo a la policía y la justicia, así que no lo hará. No porque tenga escrúpulos (para él sería como aplastar a una cucaracha), sino por temor a lo que le pueda pasar. La mayor parte de los psicópatas siguen escrupulosamente las leyes, pero eso no les hace menos peligrosos. Son manipuladores natos, así que suelen ser más encantadores de lo normal. Tienes la sensación de que te aprecian realmente, pero en realidad te están utilizando, sirviéndose de ti para sus fines. Al ser narcisistas, disfrutan quedando por encima de los demás, haciéndolos pasar por el aro, humillándolos. Jamás encontrarás en ellos auténtica lealtad, amistad o amor, porque son incapaces de sentir esas emociones. Sólo actúan en su propio beneficio y si para conseguir sus fines han de pisotearte, te pisotearán; de hecho, lo harán incluso aunque no sea necesario. Son lobos entre corderos, y nosotros, las personas normales, somos los corderos.
¿Habéis conocido a algún psicópata? Seguro que sí, aunque probablemente no os hayáis dado cuenta. Porque, ¿de cuánta gente estamos hablando, cuántos psicópatas hay? Se estima que el 10 % de la población presenta algunos rasgos psicopáticos, y que el 1 % son psicópatas en estado puro. Una de cada cien personas... lo cual significa que tan solo en España hay unos 470.000 psicópatas. Casi medio millón de monstruos aleatoriamente repartidos por todas partes. Pone los pelos de punta, ¿verdad? Ahora bien, ¿están realmente distribuidos de forma aleatoria? Pues sí, pero no del todo.
Vamos a ver, ¿la psicopatía es una tara o una bendición? Desde el punto de vista de la especie los psicópatas son una tara, porque ponen en peligro al grupo, pero desde una perspectiva individual... Imaginaos un individuo inteligente y frío, alguien que carece de conciencia y restricciones morales, alguien que no se ve dominado por las emociones, sino por una inflexible determinación, una persona que además es extremadamente mentirosa y manipuladora. ¿No se parece mucho eso al superhombre nietzscheano? En una sociedad que prima el individualismo sobre la colectividad, en una cultura que usa el egoísmo, la codicia y la competitividad como motores sociales y económicos, ¿los psicópatas no tendrán una gran ventaja sobre los demás?
Un inciso. Los psicópatas, por sus características, pueden resultar muy útiles para ciertos intereses. Por ejemplo, no cabe duda de que el nazismo creó monstruos, pero sobre todo lo que hizo fue dar trabajo a los monstruos ya existentes, ponerlos en nómina. Los regímenes totalitarios son el perfecto ecosistema para los psicópatas. Pero ¿y en una democracia? Siempre hay que trabajos sucios que hacer, ¿verdad?, trabajos que al común de los mortales le revolverían el estómago. En esos casos, es muy útil contar con gente a la que nada le revuelve el estómago. Esos liquidadores de empresas, esos jefes de personal que despiden sin un pestañeo, esos cargos intermedios que tiranizan a sus subalternos, esos ejecutivos agresivos sin piedad, esos políticos radicales, esos líderes de sectas... todos esos trabajos son perfectos para los psicópatas.
Pero nos preguntábamos si ser psicópata no supondría una ventaja social. Pues eso es exactamente lo que descubrió la doctora Martha Stout, de la facultad de medicina de Harvard: conforme se asciende en la escala social aumenta el número de psicópatas. Es decir, que hay más monstruos en las clases altas que en las medias, y más monstruos en las clases medias que en las bajas. Y eso es así no porque cuanto más rico seas más posibilidades tengas de engendrar hijos psicópatas, sino porque los psicópatas son mucho más eficaces a la hora de ascender en la escala social.
Pues bien, ¿sabéis dónde abundan más los psicópatas?: Entre los líderes empresariales, financieros y políticos. Aunque no hay estudios rigurosos, se estima que en esas altas esferas el porcentaje de psicópatas puede rondar el 20 %. Es decir, entre las personas más poderosas del mundo, una de cada cinco es un psicópata. ¿No os corre un escalofrío por la espalda al pensar que gran parte de las decisiones que afectan a nuestras vidas están en manos de psicópatas?
El psicólogo canadiense Robert Hare, creador del test más eficaz para detectar psicópatas, dijo en cierta ocasión: “Los psicópatas de a pie destruyen familias. Los psicópatas corporativos, políticos y religiosos destruyen economías y sociedades enteras”.
Echad un vistazo a vuestro alrededor. ¿No os parece que la actual situación es el producto de una profunda psicopatía? No quiero ser reduccionista; es evidente que para que las cosas estén tan mal hace falta mucho más que un puñado de psicópatas. No obstante, deberíamos preguntarnos cómo es posible que el sistema de valores de nuestra supuestamente civilizada cultura favorezca tanto los intereses y las actividades de los psicópatas. Está claro que en algo nos equivocamos; lo que ignoro es si esa equivocación reside en lo que hacemos o en lo que somos.
Los psicópatas (también llamados sociópatas), por el contrario, razonan perfectamente (suelen ser personas inteligentes) y perciben con nitidez la realidad. Sólo un pequeño detalle les diferencia de los demás: carecen de empatía, les resulta imposible ponerse en la piel de otra persona. Son narcisistas, sólo piensan en sí mismos, su mundo se reduce a un omnipresente YO. Al carecer de empatía, son incapaces de sentir ciertas emociones, como amor, amistad, arrepentimiento, piedad, ternura, compasión... No obstante, sí que las perciben en los demás, así que aprenden a imitarlas. Desde niños son magníficos actores; fingen sentir emociones que no sienten, porque eso les mimetiza con las personas normales y les permite manipularlas. No tienen conciencia, ni ética, ni escrúpulos.
Pero eso no significa que sean criminales; de hecho, la mayoría no lo son. Porque si un psicópata deseara algo tuyo, no tendría el menor reparo moral en matarte y quitártelo. Pero lo que sí tiene es miedo a la policía y la justicia, así que no lo hará. No porque tenga escrúpulos (para él sería como aplastar a una cucaracha), sino por temor a lo que le pueda pasar. La mayor parte de los psicópatas siguen escrupulosamente las leyes, pero eso no les hace menos peligrosos. Son manipuladores natos, así que suelen ser más encantadores de lo normal. Tienes la sensación de que te aprecian realmente, pero en realidad te están utilizando, sirviéndose de ti para sus fines. Al ser narcisistas, disfrutan quedando por encima de los demás, haciéndolos pasar por el aro, humillándolos. Jamás encontrarás en ellos auténtica lealtad, amistad o amor, porque son incapaces de sentir esas emociones. Sólo actúan en su propio beneficio y si para conseguir sus fines han de pisotearte, te pisotearán; de hecho, lo harán incluso aunque no sea necesario. Son lobos entre corderos, y nosotros, las personas normales, somos los corderos.
¿Habéis conocido a algún psicópata? Seguro que sí, aunque probablemente no os hayáis dado cuenta. Porque, ¿de cuánta gente estamos hablando, cuántos psicópatas hay? Se estima que el 10 % de la población presenta algunos rasgos psicopáticos, y que el 1 % son psicópatas en estado puro. Una de cada cien personas... lo cual significa que tan solo en España hay unos 470.000 psicópatas. Casi medio millón de monstruos aleatoriamente repartidos por todas partes. Pone los pelos de punta, ¿verdad? Ahora bien, ¿están realmente distribuidos de forma aleatoria? Pues sí, pero no del todo.
Vamos a ver, ¿la psicopatía es una tara o una bendición? Desde el punto de vista de la especie los psicópatas son una tara, porque ponen en peligro al grupo, pero desde una perspectiva individual... Imaginaos un individuo inteligente y frío, alguien que carece de conciencia y restricciones morales, alguien que no se ve dominado por las emociones, sino por una inflexible determinación, una persona que además es extremadamente mentirosa y manipuladora. ¿No se parece mucho eso al superhombre nietzscheano? En una sociedad que prima el individualismo sobre la colectividad, en una cultura que usa el egoísmo, la codicia y la competitividad como motores sociales y económicos, ¿los psicópatas no tendrán una gran ventaja sobre los demás?
Un inciso. Los psicópatas, por sus características, pueden resultar muy útiles para ciertos intereses. Por ejemplo, no cabe duda de que el nazismo creó monstruos, pero sobre todo lo que hizo fue dar trabajo a los monstruos ya existentes, ponerlos en nómina. Los regímenes totalitarios son el perfecto ecosistema para los psicópatas. Pero ¿y en una democracia? Siempre hay que trabajos sucios que hacer, ¿verdad?, trabajos que al común de los mortales le revolverían el estómago. En esos casos, es muy útil contar con gente a la que nada le revuelve el estómago. Esos liquidadores de empresas, esos jefes de personal que despiden sin un pestañeo, esos cargos intermedios que tiranizan a sus subalternos, esos ejecutivos agresivos sin piedad, esos políticos radicales, esos líderes de sectas... todos esos trabajos son perfectos para los psicópatas.
Pero nos preguntábamos si ser psicópata no supondría una ventaja social. Pues eso es exactamente lo que descubrió la doctora Martha Stout, de la facultad de medicina de Harvard: conforme se asciende en la escala social aumenta el número de psicópatas. Es decir, que hay más monstruos en las clases altas que en las medias, y más monstruos en las clases medias que en las bajas. Y eso es así no porque cuanto más rico seas más posibilidades tengas de engendrar hijos psicópatas, sino porque los psicópatas son mucho más eficaces a la hora de ascender en la escala social.
Pues bien, ¿sabéis dónde abundan más los psicópatas?: Entre los líderes empresariales, financieros y políticos. Aunque no hay estudios rigurosos, se estima que en esas altas esferas el porcentaje de psicópatas puede rondar el 20 %. Es decir, entre las personas más poderosas del mundo, una de cada cinco es un psicópata. ¿No os corre un escalofrío por la espalda al pensar que gran parte de las decisiones que afectan a nuestras vidas están en manos de psicópatas?
El psicólogo canadiense Robert Hare, creador del test más eficaz para detectar psicópatas, dijo en cierta ocasión: “Los psicópatas de a pie destruyen familias. Los psicópatas corporativos, políticos y religiosos destruyen economías y sociedades enteras”.
Echad un vistazo a vuestro alrededor. ¿No os parece que la actual situación es el producto de una profunda psicopatía? No quiero ser reduccionista; es evidente que para que las cosas estén tan mal hace falta mucho más que un puñado de psicópatas. No obstante, deberíamos preguntarnos cómo es posible que el sistema de valores de nuestra supuestamente civilizada cultura favorezca tanto los intereses y las actividades de los psicópatas. Está claro que en algo nos equivocamos; lo que ignoro es si esa equivocación reside en lo que hacemos o en lo que somos.
SÁBADO, SEPTIEMBRE 1
Esconjurando
Hoy pocos recuerdan a David Hamilton (1933), un fotógrafo inglés que en la década de los 70 se hizo recontrafamoso con sus retratos de jóvenes adolescentes desnudas, por lo general de aspecto nórdico, siempre con flou y emulsiones de grano grueso. Pelín horteras, la verdad, pero las chicas eran preciosas. Sus pósters se vendían como rosquillas. También dirigió cinco películas eróticas, pero eso no viene al caso.
La cuestión es que yo siempre le había asociado a las adolescentes en pelotas, así que un día, hace mucho tiempo, me sorprendí al encontrar –creo que en casa de mi hermano JC- un reportaje fotográfico de Hamilton donde no solo no aparecían dulces Lolitas, sino que no había nadie. Era una larga serie de fotos en color tomadas en una playa desierta, poco después de ser abandonada por los bañistas, al atardecer de un día nublado. Una sombrilla tirada, basura, huellas en la arena, desoladas casetas de playa, un balón, unas chanclas rotas... Me quedé de piedra. Las casi niñas de Hamilton eran pastelones eróticos, pero esas fotos de la playa, sin flou ni mamonadas, transmitían auténtica emoción: soledad, pérdida, melancolía. Pocas veces he visto tan bien reflejado el final del verano, tanto en sentido literal como en el metafórico.
Qué chungo es cuando se acaba el verano, ¿verdad? Hay canciones que hablan de ello, como la homónima del Dúo Dinámico, y películas, como American Graffiti, y seguro que también un montón de novelas, aunque ahora no me viene ninguna a la cabeza. Los días dorados van desvaneciéndose poco a poco; la promesas –cumplidas o no- del estío ya sólo son recuerdos; el mundo va saliendo del stand by estival y se pone de nuevo en movimiento. Todo muy melancólico y triste, si no fuera porque tras el verano llega la magia del otoño, quizá mi estación preferida.
Este verano, mi mujer y yo no hemos salido al extranjero. Pensábamos ir a Islandia, pero teníamos que hacerlo como muy tarde en julio; problemas de curro se lo impidieron a Pepa, que se vio obligada a retrasar las vacaciones a agosto, así que decidimos ir un par de semanas a los Pirineos. Primero a la Seu d’Urgell, después a Boltaña y finalmente a Panticosa. Ya conocía esas montañas (salvo la zona de Ainsa y Boltaña), pero cada vez que voy no puedo evitar asombrarme de su belleza. Además, los Pirineos están llenos de historia y misterio.
Hace tiempo que ando dándole vueltas a una historia ambientada en los Pirineos durante la Segunda Guerra Mundial. En aquella época hubo mucha actividad por allí: nazis, la guardia civil franquista, maquis, contrabandistas, miembros de la resistencia... Mucha gente quería huir de Europa, o pasar a Inglaterra, cruzando las montañas, y luego a través de España y Portugal. Así que algunos contrabandistas pirenaicos cambiaron, más o menos, de profesión y se dedicaron a “pasar” gente por la frontera. Se convirtieron en “pasadores”. Bueno, pues me gustaría escribir sobre alguno de ellos. Cuando se me ocurra una historia que me convenza, claro.
Hay cosas muy curiosas en los Pirineos. ¿Sabéis que allí, sobre todo en los valles navarros, existía una raza maldita, los agotes? Desde el siglo XII hasta finales del XIX. Los agotes -en Francia denominadoscagots- eran artesanos, sobre todo de la madera, pero también de la piedra y el hierro. Estaban completamente marginados. Vivían en guetos y tenían que llevar en las ropas una marca roja: una huella de gato o de oca. No podían casarse con no-agotes, ni poseer tierras, ni entrar en las iglesias por la puerta principal (tenían que usar una más pequeña y asistir a misa en una zona aislada; incluso tenían su propia pila bautismal), ni ser enterrados en sagrado. Se decía que transmitían la lepra y otras enfermedades. También se decía que poseían ciertas características físicas, como no tener lóbulos en las orejas, pero es mentira. Lo único que diferenciaba a los agotes de los demás era su origen. ¿Y cuál era su origen?
Un misterio. Hay varias teorías: una afirma que procedían de los visigodos que se refugiaron en los Pirineos huyendo de la invasión árabe. De hecho, en provenzal –y en catalán- ca got significa “perro godo”. No obstante, la invasión se produjo en el siglo VIII y no hay noticias de los agotes hasta el XII, lo cual deja cuatro siglos de vacío histórico. Demasiado; no suena muy probable. Otra hipótesis es que fueran descendientes de los cátaros que huyeron de la cruzada que la Iglesia desató contra ellos. Y otra que procedían de las comunidades de gente fuera de la ley (por el motivo que fuese) que se habían establecido en las leproserías, precisamente porque allí nadie iría a buscarles. Eso explicaría la superstición de que transmitían la lepra. En fin, un misterio. El caso es que la marginación oficial, con leyes específicas contra los agotes, duró hasta 1819. Hoy ya no quedan comunidades de agotes, ya no existen agotes como tales. Pero sí sus descendientes. El barrio de Bozate, en el pueblo de Arizcun (Baztán), fue uno de sus últimos guetos y la mayor parte de quienes hoy viven en él son sus descendientes. Un viejo dicho popular del Valle de Baztán reza: “Al agote, garrotazo en el cogote”. Qué cosas... Por cierto, hubo en los Pirineos –esta vez en los catalanes, en el Valle de Ribes- otra raza maldita, los galluts, que no fue públicamente conocida hasta finales del siglo XIX. Padecían enanismo y cretinismo y tenían bocio. Unos freaks, vamos. Dicen que el último murió en 1990
¿Os habéis fijado en que la gente que vive en la montaña es diferente a la gente del llano? Están más aislados, son más endogámicos –cada valle es una entidad casi independiente-, su horizonte es limitado. Supongo que esa es la razón por la que en los Pirineos se conservó hasta hace muy poco una antiquísima mitología popular (a fin de cuentas, los dioses suelen vivir en las montañas), con seres fantásticos como los diaplerons, las lamias, los follets... y las brujas, por supuesto. Todavía hoy, en las aldeas, se ven muchos “espantabrujas” sobre las chimeneas de las casas.
Este verano me encontré allí con algo que desconocía por completo. En una de las excursiones que hicimos me fijé, al pasar por un desvío, en un cartel que anunciaba: “esconjuradero”. ¿Qué demonios es eso?, pensé. Ese mismo día, cuando regresábamos a Boltaña, donde estábamos alojados, pasamos por delante de un pueblo cercano, Guaso, donde de nuevo vi el mismo cartel. Esconjuradero. Paré el coche, me conecté a Internet a través del móvil y busqué el término. Y resultó que la palabreja en cuestión procede del aragonésesconchurar, que significa "conjurar". Según la Wikipedia: “Los esconjuraderos son pequeñas construcciones o templetes que desde el siglo XVI al XVIII se construyeron específicamente para albergar rituales destinados a esconjurar o conjurar tormentas o tronadas, las plagas y otros peligros que amenazaban a las cosechas”.
Son de planta cuadrada con tejado piramidal, y en sus muros hay vanos en forma de arco orientados hacia los cuatro puntos cardinales (la fotografía que ilustra esta entrada corresponde al esconjuradero de Guaso). Se trata de una tradición nítidamente pagana; pero la Iglesia la asumió como tantas veces ha hecho (incluso existía un manual católico para esconjurar). Lo curioso es que lo hiciera en una época tan tardía como el siglo XVI, lo que demuestra hasta que punto sobrevivía el paganismo en esa zona.
En fin, no me enrollo más con los Pirineos. El caso es que las vacaciones han terminado y Babel despierta de su sueño estival. Con nuevos y vigorizados propósitos, entre los que destaca el de no volver a escribir series de posts sobre un mismo tema, como la reciente acerca de la ciencia ficción. Con las primeras entradas no hay problema, pero luego la cosa se convierte en un deber, una especie de trabajo, y yo, qué queréis que os diga, no escribo esto ni por deber ni por trabajo. Así que kaput a las series de posts entrelazados, estoy harto. Me quito un peso de encima, pero también lamento algo, porque pensaba escribir sobre un tema que considero especialmente interesante en esto tiempos: la manipulación de la información.
No me refiero a denunciarla, porque todos sabemos que existe, sino a cómo detectarla y defenderte de ella. Es decir, pensaba poner mis conocimientos sobre publicidad a vuestro servicio escribiendo por entregas una especie de “Manual para evitar que nos coman el coco”, pero... joder, qué pereza. Lo dejaremos para otro momento.
¿Qué más? Los óbitos, sí. ¿No os da la sensación de que la gente conocida se muere más en verano que en otras épocas del año? Este verano las han cascado varios, pero sólo voy a comentar dos: Harry Harrison y Neil Armstrong.
Harry Harrison (1925-2012) fue un escritor norteamericano de ciencia ficción. Si revisáis las entradas sobre “La cf y yo”, le encontraréis allí. No fue uno de los grandes autores del género, pero sí un escritor entretenido y solvente. Sus principales obras fueron la serie dedicada a la Rata de Acero Inoxidable, centrada en un ladrón del futuro, la novela ¡Hagan sitio, hagan sitio!, en que se basó la película Soylent Green, y su divertidísima sátira antimilitarista Bill, héroe galáctico. Descanse en paz.
Neil Armstrong (1930-2012) no escribió ciencia ficción: la hizo. Quizá se trate de la figura histórica más perdurable del siglo XX. Pensadlo: dentro de miles de años, cuando la gente se haya olvidado de Hitler, de Kennedy, de Mao y de todos los grandes personajes que hoy nos parecen archifamosos, la humanidad seguirá recordando que Armstrong fue el primer humano en pisar otro cuerpo celeste. Eso ya no se lo quita nadie. Descanse en paz.
Y ya está; como rentrée basta. Ha sido un placer encontrarme de nuevo con vosotros, amigos míos, aunque debo reconocer que el placer era aún mayor cuando estaba en las montañas tocándome las narices. Ah, por cierto: como estoy seguro de que entre los merodeadores de Babel hay tipos por lo menos tan rijosos como yo, os pongo al final de esto una fotografía del inefable Hamilton. Besitos.
MIÉRCOLES, AGOSTO 1
Puerta al verano
Estamos en pleno verano, ¿lo habéis notado? Supongo que sí, por el calor y los días más largos. Pero, ¿habéis sentido el verano? Yo apenas, casi nada, muy poquito. ¿Sabéis?, me encanta vivir en una zona del planeta con variación de estaciones; me gustan la primavera, el verano, el otoño y el invierno, por igual aunque por diferentes motivos. Me gusta “sentir” cada estación. No es fácil de explicar eso de “sentir”... En parte se trata, creo, de tomar conciencia de lo que te rodea, de absorber cada detalle e integrarlo todo en un conjunto armónico. O algo así. Pero no es un acto intelectual, sino emocional; es algo que ocurre o no ocurre, no puedes provocarlo, aunque sí puedes generar las circunstancias que lo favorezcan. Básicamente: tiempo, mente clara y tranquilidad.
Creo que esto es más fácil de entender en el caso de la arquitectura. Le Corbusier definía los edificios como “máquinas de vivir”, y si vivir es sentir, entonces los edificios también son “maquina de sentir”. Una pequeña iglesia románica favorece la introspección, una catedral gótica te sobrecoge, la Alhambra despierta tu sensualidad. Los edificios, sobre todo los públicos, emiten sensaciones, así que cuando los visito no me interesa tanto “verlos” como “sentirlos”. Pero no siempre es posible. Por ejemplo, la primera vez que visité la catedral de San Pedro, en Jaca, (era por la tarde) el templo estaba lleno de turistas, guías, niños gritones y chusma en general. Se trata de un edificio románico, muy antiguo (de hecho, la de Jaca es una de las catedrales más antiguas de España), pero no había forma de “sentir” nada (salvo irritación) a causa del jaleo que me rodeaba. De modo que me fui y al día siguiente, a las nueve de la mañana, me planté en la iglesia y me tiré una hora allí, totalmente solo, sintiendo aquellas viejas piedras.
“Sentir” edificios, sí, pero también lugares, paisajes o estaciones del año. Sin ir más lejos, todos los años mi mujer, unos amigos y yo hacemos en otoño una breve escapada a algún lugar donde abunde la vegetación de hoja caduca, para disfrutar (sentir) el espectáculo de esa estación. Ahora bien, ¿sentisteis, por ejemplo, la pasada Navidad? Yo, desde luego, no; y en ningún sentido: ni el tópico buen rollito ni la pura irritación. No sentí nada; fue como si la Navidad, el solsticio, no hubiera existido. Y lo mismo me pasa (¿nos pasa?) con el verano. No siento nada.
¿Sabéis por qué? Porque hay demasiada chusma correteando y gritando a nuestro alrededor. Nuestras mentes no están en el verano, sino distraídas, abrumadas, con la crisis, con los recortes/amputaciones, con la profusión de malas noticias, con el miedo y la desesperanza. Y es cierto, para qué negarlo: hay muchos motivos para estar distraídos, para tener siempre la cabeza en otro lugar. Pero, ¿sabéis?, si después de quitárnoslo todo también nos quitan la capacidad de sentir la vida, entonces su triunfo será total, porque habrán conseguido reducirnos a lo que quieren que seamos: piezas de un engranaje, piezas desechables.
Y yo no soy un engranaje, me niego a dar siempre vueltecitas en el mismo sentido y con la misma cadencia, me niego a hacer tic-tac. ¿El mundo se hunde?; vale, pues que le den. Pero antes de que las apestosas fauces de una economía caníbal me devoren, yo quiero sentir el verano. Así que voy a eliminar distracciones, voy a centrarme en lo importante, el aquí y el ahora, y a olvidarme de todo lo demás. Por tanto, durante el mes de agosto, este blog permanecerá inactivo, dormido y silente. Volveremos a vernos a principios de septiembre.
Entre tanto, os deseo que paséis unas fantásticas vacaciones. O, al menos, que sepáis concedeos la gracia de unos instantes de felicidad. Parafraseando el título de una novela de Robert Heinlein: abrid la puerta que conduce al verano.
Ciao, merodeadores. Hasta septiembre.
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